lunes, 21 de junio de 2010

Travesias en silla de ruedas por Buenos Aires(1)


Por Mili Guerra
Colaboración para América Tropical.

Gustavo, de 47 años, hace 20 que está en silla de ruedas. Todos los días viaja desde Lanús hacia su trabajo en Flores. Toma dos colectivos y, a veces, el subte. Una persona lo acompañó desde la salida de su trabajo hasta su casa.

Son más de las tres de la tarde en Buenos Aires, Argentina, y Gustavo ya hace rato que mira la ventana desde su escritorio. El cielo está gris, demasiado gris. "Por Dios, que no llueva otra vez", ruega.

Al rato guarda sus cosas, se despide de sus compañeros y toma el ascensor. No marca "planta baja" sino "primer subsuelo".

Llega hasta allí y después de saludar a la chica que limpia cambia de ascensor. sube a uno especial, uno que le permite esquivar las escaleras de la entrada del edificio y salir directamente a la calle.

Por suerte no llueve.

Entonces empieza el largo y agotador regreso a casa. Gustavo igual está acostumbrado: ya lleva 20 de sus 47 años en una silla de ruedas. Vale decir que encima es un afortunado. Por mucho tiempo pudo caminar y ver que antes, tomar colectivo era mucho más fácil.

Hasta hace nueve meses todo era más fácil: vivía en una pensión de Flores, a sólo ocho cuadras del trabajo, en el Centro de Gestión y Participación de Rivadavia y Culpina. Pero apareció Mónica, y el amor lo llevó a Villa Diamante, Lanús.

"¡Qué voy a hacer! Nada es gratis en esta vida...", dice. Ahora debe viajar en varios colectivos durante más de una hora para ir a trabajar. El hombre está enamorado.

Gustavo conoce de memoria cada una de las baldosas (aceras) rotas que hay de su trabajo a la parada del 85 que lo deja en Pompeya. A unas las evita y a otras las desafía. Es una especie de aventura, uno lo ve y no termina de creerlo.

Sabe que su silla, una Flexcar Ultraliviana, esta hecha a medida y sin respaldo para darle mayor movilidad. Es resistente a los golpes.

Pero según el tipo de enfermedad, el tipo de sillas cambian, y no todos tienen plata para comprar ese tipo de sillas. El estado da sillas. Una empresa, que no quiero nombrar, da sillas especiales. ¿Después de cuánto tiempo? Además, dice que ustedes saben que esa silla la pagamos nosotros ¿no? los que pagamos una cuota por mes, para ¿colaborar?.

"El problema no se reduce a evitar pozos", dice.

Y habla de sus manos: llenas de caca de los perros que se le pegan en sus ruedas, de las botellas rotas que pueden pinchar las gomas, de las calles inundadas, que lo obligan a sumergirse en agues turbias (aguas turbias lo dice el, yo digo agua mugrienta.

Pero en el caso de Gus, nadie se preocupa si se va a contagiar la gripe N1H1, la gripe A, B, Z y todo el abecedario.

En este caso no importa el alcoholito para limpiarse las manos. Y ni hablar de las bajadas de la esquina, las de plástico están rotas, y me consta, porque en una me cai de frente, y me hice bolsa, y la mayoría inutilizadas por autos que cortan el paso. Demás está decir que en muchisimas esquinas, ni siquiera hay bajadas.

Pero...Gustavo, después de pasar por todo esto, recién empieza su otra odisea: viajar!!! Además de los colectivos, quiere mostrar que el mundo subterraneo no esta preparado para ellos, y eso que se estima que son 18,000 los discapacitados que usan sillas de ruedas por Buenos Aires.

Pero primero hay que tomar un colectivo. Espera en la parada del 2. Llega uno, y el chofer le dice que espere el próximo, que tiene piso bajo y rampa. Gus le dice que quiere subir igual, que le abra la puerta de atrás. El chofer le contesta que si le pasa algo lo sancionarán a él. Gustavo insiste y el chofer cede.

"No es capricho”, explica Gus. “Estoy seguro que el de atras no tiene rampa”. Se acerca con su silla, se cuelga del caño y mira a las personas que están en la fila para que le suban la silla.

La gente duda, hasta que un hombre de sobretodo negro lo ayuda. Desde adentro un joven le da una mano. Se ubica en la parte de atrás. La gente lo mira con asombro. "Es tan incómodo subir y bajar de los colectivos que somos pocos los que nos animamos", dice Gustavo.

Y cuenta que a veces le ofrecen el asiento. "No gracias, ya voy sentado”, contesta.

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