Joaquín Roy es profesor de estudios internacionales en la Universidad de Miami. |
El presidente de Estados Unidos, Barack Obama,
se ha ganado un lugar en la historia al haber iniciado los primeros pasos para
corregir una política de más de medio siglo que había fallado en su objetivo
fundamental: el fin del régimen castrista.
En la VII Cumbre de las Américas (Panamá, 10-11 de
abril), dejando de lado una sinuosa negociación con su antagonista cubano y un
imposible consenso con sus opositores interiores, Obama se lanzó a una oferta
sin condiciones. Sabía o intuía que su contraparte cubana no tendría más
remedio que asentir.
El régimen cubano está llegando al borde de quedar
exhausto económicamente y bajo la presión sutil de una población que ya lo ha
aguantado todo. Los signos de debilitamiento de su protector venezolano, con el
que intercambiaba favores sociales (educación y salud) por petróleo subsidiado,
se cernían como un huracán caribeño sobre el régimen de Raúl Castro. En lugar
de haber favorecido la caída de la fruta madura, Obama optó por lo insólito:
favorecer su supervivencia.
Obama está apostando por la estabilidad del régimen
cubano, como mal menor a la producción de una explosión interior,
enfrentamientos entre sectores irreconciliables y la imposición de una solución
militar más rígida que el control actual. Washington sabe que solamente las
fuerzas armadas cubanas podrían garantizar el orden. Lo último que el Pentágono
anhela es ejercer ese dudoso papel.
De ahí que entre el apuntalamiento del régimen con Raúl
Castro y su dudosa transformación instantánea, se haya optado por el
pragmatismo que desemboque en las plenas relaciones diplomáticas y el futuro
levantamiento del embargo.
Raúl Castro, corrigiendo la repetida exigencia del final
del embargo, como condición de cualquier negociación, sabiamente ha aceptado el
reto. Se ha contentado con el premio de consolación de recordar la
historia (por otra parte, lamentable) de la política de Estados Unidos hacia
Cuba, en su discurso de casi una hora en la Cumbre.
Pero, como suavización, le regaló a Obama el
reconocimiento de la ausencia de culpa de alguien que no había nacido con el
triunfo de la Revolución Cubana. Castro ha contribuido de forma decisiva al
triunfo de Obama.
Maduro ha surgido de este episodio de las relaciones
interamericanas como neto perdedor. La clave de su fracaso se basa en no haber
calculado sus limitaciones y haber infravalorado los recursos de sus colegas.
Inicialmente explotó lógicamente el error de Obama al producir el decreto
declarando a Venezuela como una “amenaza” y consecuentemente imponiendo
sanciones contra siete funcionarios de Caracas.
Numerosos gobiernos y analistas criticaron el uso de ese
lenguaje. Ya en el contexto de la Cumbre el presidente estadounidense rectificó
y reconoció que Venezuela no representaba tal amenaza para su país.
La debilidad de la actuación de Maduro en la Cumbre se
debe a una combinación de circunstancias de su propio interior, la reacción de
importantes actores externos (significativamente ajenos a Estados Unidos), la
débil colaboración de muchos de sus tradicionales aliados o simpatizantes en
América Latina, y la ausencia de un apoyo incondicionado de Cuba.
Obsérvese que en ese escenario apenas hizo presencia
Estados Unidos, aunque hay que destacar el intento de suavizar la conducta
alterada de Maduro por parte del asesor especial de Obama, Thomas Shannon,
quien departió con el presidente venezolano en Caracas antes de acudir a la
Cumbre.
Lea Cumbre, Página 2.
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