Por Alfredo Santana
Hoy, Día de los padres en Estados Unidos, es justo
reconocer la labor y sacrificio de las personas a quienes uno mira desde pequeño
como los líderes del hogar y quienes en
muchas ocasiones deciden el destino de sus familias al migrar a este país en
busqueda de un futuro estable.
Nunca olvidaré el día que, después de vivir tiempos de
crisis económicas al terminar la década de los 1980s, mi padre José Santana Díaz
decidió buscar en Estados Unidos un nuevo comienzo tanto económico cómo médico
para sus siete hijos e hijas, dos de ellos con una enfermedad congénita que
hace los huesos quebradizos llamada Osteogénesis Imperfecta.
Yo tenía 17 años y en ese entonces vivía en Guadalajara,
Jalisco, una ciudad donde en 1988 las vísperas del globalismo se mostraban de
maneras inéditas en dos formas: en el comienzo de modelos de gobierno neoliberales
en latinoamérica, que abrieron los mercados a la legalización de importaciones de productos
estadounidenses a países como México, y de paso permitieron el “dumping” o vertedero
de mercancias chatarra producidas en China, lo que dañó irreparablemente la producción
local en la manufactura de bolsos para damas y la industria textil.
Y la otra, en el también comienzo de olas de emigración urbana
a Estados Unidos de ciudades que historicamente
eran receptores de migrantes de regiones rurales. Ese fue el caso de Guadalajara
hasta alrededor de 1990.
Mis padres tienen
familiares y amistades con migrantes del estado de Jalisco que han vivido en Los
Angeles y Chicago desde los 1920s. Jalisco
es un estado tradicionalmente católico, también conocido como uno de los
iniciadores de la inmigración al norte.
Legiones de inmigrantes provienen de poblados como Ejutla, pueblo
donde nació mi padre, al que nunca dejó de visitar por lo menos esporadicamente mientras vivió en Guadalajara
o en Los Angeles. Él llegó a tener hasta cuatro o cinco bienes raíces en su
pueblo, y fue cuando comenzaron devaluaciones de la moneda e hiperinflación que
optó por vender y mudarse de país.
Mi familia se apegó a la ley de inmigración aprobada por
Ronald Reagan y el Congreso americano en 1986, conocida como IRCA, y bajo el
formato de unión familiar mis padres, quienes se casaron al civil en Los
Angeles en 1967, pudieron establecerse como residentes de este país y lograr la
aceptación de sus hijos como migrantes documentados.
Me acuerdo que él y mi madre tuvieron que comenzar con nada mientras
mi familia vivió en un apartamento de dos habitaciones por casi un año entre
1988 y 1989. El trabajaba en construcción, mientras mi madre laboraba en
talleres de costura y limpiaba casas y apartamentos.
Esto sucedió mientras mis hermanos comenzaban sus estudios,
y empezaban a vivir la transición a escuelas elementales y preparatorias
completamente en inglés en Los Angeles. En Estados Unidos todos los menores de
18 años tienen que ir a la escuela y no deambular por las calles o parques durante
el día, de otra forma la policía los interroga, y puede haber represalias.
Pero fue hasta 1991 cuando mi padre consiguió un trabajo de
vendedor de juguetes y recuerdos para turistas del zoológico y el observatorio
de la ciudad en el Parque Griffith, que pudo conseguir una vivienda mejor para
nosotros.
Fue una casa semi-abandonada de tres recámaras y un patio
grande con árboles frutales que daban buena sombra, y hasta con espacio para
estacionar varios coches.
Él se encargó de recomponerla y hacerla habitable de nuevo.
En el parquet trabajaba hasta 12 horas diarias, algunas
veces los siete días de la semana. Mi madre le comenzó a ayudar en las ventas,
y algunas de mis hermanas le acompañaban los sábados y domingos al trabajo, que
incluía la venta de globos, sombreros y lentes nocturnos.
A pesar de que fue trabajo muy duro, también creo vivió los
mejores años de su vida con la familia en Los Angeles, estuvimos juntos en un
mismo hogar, compartiamos la comida, y todos cooperabamos para nuestro sostenimiento y crecimiento.
Durante estos años, mi padre se encargó de conseguir
tratamiento médico para Ernesto y Olimpia, los enfermos con Osteogénesis
Imperfecta, y les inscribió en escuelas accesibles para personas que usan sillas de ruedas.
Sin embargo, su jefe le exigía cuentas diarias y
constantemente le instaba a buscar nuevas formas de aumentar ventas y no dejar
ir clientes sin mercancia que costaba entre uno a cinco dólares por pieza. Más
de una vez estuvo cerca de dejarlo.
“Era una pesadilla trabajar con él frente a uno”, me dijo sobre
su jefe Bernie Kestler, un judio que creó un organismo sin fines de lucro para
salvar a mascotas de la calle. “Casi igual era hablar por teléfono con Bernie.
Eran maratones de una o dos horas sin poder dejar la bocina, él proponiendome
nuevas ideas de cómo expandir el organismo y generar mejores ingresos y yo
tratando de ver cómo evitar sospechas de inspectores y policías en esos lugares”.
Igualmente, mi padre tuvo que mejorar mucho su inglés, pero
también logró iniciar tratamientos médicos para mis hermanos en hospitales
especializados, compró un minivan para transportarlos a sus citas y salir de
paseo, y estuvo al tanto de sus
necesidades hasta años después que decidió con mi madre comprar una casa.
Aunque no era muy apegado a hablar de sus ingresos, me
comentó sólo que hizo buen dinero cuando llegó a tener control total de las consesiones
en esos sitios.
Ello lo hizo mientras yo y mis hermanos desarrollabamos
personalidades independientes a su manera de ganarse la vida. Por su parte, mi
padre seguía conciente que cumplía con su trabajo de proveedor de casa y pilar
de apoyo individual y colectivo.
A dos años de su partida, creo es justo rendir una homenaje
en su obra y nombre.
Es un gran día para honrar a mi padre, y a muchos como él que
valientemente decidieron dejar sus tierras natales en pro de mejorar a sus familias
y sembrar en sus hijos semillas de perseverancia y honestidad, aunque en estos
tiempos post-recesión yo siga sus pasos y tenga que comenzar de nuevo para lograr un futuro mejor.
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