Equidad, parte 2.
“Es típicamente un programa que ve el problema
del lado de la oferta, y los que tienen deficiencias para insertarse en el
mercado laboral y en el curso del desarrollo son las personas”.
Oportunidades, creado a fines de los años 90 y que adoptó su
formato actual en 2002, cuenta en 2013 con un presupuesto superior a los 5,000
millones de dólares y aspirar a cubrir a 5.8 millones de familias. El beneficio
está condicionado a que niños, niñas y adolescentes permanezcan en la escuela y
asistan a centros de salud.
Para Jusidman, “el plan produjo violaciones de
derechos y exclusión de personas y también hay paternalismo estatal, pues se
convierte a los beneficiarios en subordinados a la espera de ver qué dicen los
gobiernos y los funcionarios”.
Gasparini y Cruces recuerdan que en los años
90, paradójicamente, el crecimiento económico en la región estuvo asociado a
una mayor desigualdad. En cambio, desde fines de esa década y más decididamente
a partir del pasado decenio, los planes de transferencia de ingresos contribuyeron
a un avance acelerado de la reducción de la pobreza y muy especialmente de la
indigencia.
Así, quienes vivían con menos de 2.5 dólares
por día sumaban 27.8 por ciento de la población latinoamericana en 1992, se
redujeron a 24.9 por ciento en 2003, a 16.3 por ciento en 2009 y a 14.2 por
ciento en 2010, señala el estudio. Por eso recomienda ampliar la cobertura para
potenciar el impacto en un plazo más corto.
“En varios países la base (de población
beneficiada) todavía es muy chica y en otros el monto es exiguo. Hay margen
para ampliar esos programas”, comentó Gasparini. No obstante, consideró
innecesario pensar en programas universales. “No tiene sentido abarcar a la
población no vulnerable”, apuntó.
El estudio observa que, con un crecimiento más
lento, la lucha contra la pobreza será un proceso más largo. Por ejemplo, si se
crece a un promedio de 2 por ciento anual por persona, 5.5 por ciento de la
población viviría en la indigencia en 2025, mientras que, si la expansión es de
4 por ciento, casi 3 por ciento permanecería en esa situación extrema para ese
mismo año.
En cambio, con un “esfuerzo fiscal adicional
de 0.5 por ciento” del producto interno bruto (PIB) para estos programas
sociales, la región lograría la misma reducción de la pobreza extrema 10 años
antes, en 2015.
En base a datos de 2010 de la Comisión Economica para América Latina y
el Caribe, la región gastaba en promedio 0.4 por ciento
del PIB en las transferencias. Los autores estiman que algunos países podrían
incrementar ese esfuerzo, según las recomendaciones, y otros tendrían que tomar
créditos externos.
Los países que requieren mayores
transferencias son aquellos que mantienen un alto porcentaje de la población en
la informalidad y, por lo tanto, sin cobertura de salud ni previsional. En esa
situación se encuentran Bolivia, México, Nicaragua, Paraguay, Perú y Ecuador,
detallan. Allí la protección social es insuficiente.
“Bolivia, Nicaragua y Guatemala son los que
requieren ayuda externa para programas que cubran a toda su población en la
pobreza extrema”, precisó Gasparini. El resto tienen los recursos para
financiar estos programas y aún ampliarlos, afirmó.
El director del Cedlas reconoció que el gasto
promedio actual parece relativamente menor en comparación con otros subsidios
económicos que benefician a las clases media y alta y consideró que, si bien
existe cierta crítica a estos programas, “el apoyo social es amplio en la
mayoría de los países y son muy pocos los candidatos (a cargos electivos) en la
región que proponen abiertamente eliminarlos”.
Gasparini también remarcó que el apoyo a estos
programas, empero, “no implica desconocer que pueden tener aspectos indeseados,
como el de ralentizar el proceso de formalización de la economía u otros
vinculados a la oferta laboral, sobre los cuales es necesario trabajar más
seriamente”.
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