sábado, 29 de noviembre de 2014

Griffith Park: aprendiendo de mi padre en L.A.(1)


Entrada al zoológico de Los Angeles, CA., en el Parque Griffith. 

Por J. Alfredo Santana

Al visitar el Parque Griffith de Los Angeles en busqueda de la historia laboral de mi padre José Santana, me enteré que dos de sus ex-socios laborales siguen en el campo de las ventas. 

Esto mientras recorrí un poco más de tres millas trotando por caminitos cuesta arriba.

Su sombra, a tres años de su partida, e imagen cómo vendedor de juguetes y sombreros en la entrada al zoológico de la ciudad, me motivaron a recorrer, por primera vez en mi vida a pie los caminitos que miles de angelinos usan a diario para ejercitarse, o para montar a caballo entre majestuosos árboles de tallos rojizos y verdes praderas que parecen son transplantadas de los cuentos de hadas.

Al comenzar mi trote en la entrada ubicada al cruce de las avenida Riverside y el bulevar Los Feliz, divisé un trenecito de cinco o seis vagones lleno de niños y adultos, que se deslizaba como una serpiente por un costado del parque que encara la autopista 5.

El sonido de sus llantas de metal y la ocarina al hacer “chuuu  chuuuuu” forzaban a los adultos que disfrutaban en las mesas de cemento la lectura del “Los Angeles Times”  y de contratistas hacienda cuentas y números  a vertir sus miradas, un tanto perplejas rumbo al atiborrado tren.
      
 Un viaje en el trenecito de unas tres millas cuesta $2.25 por cada infante, y $3.00 para cada adulto. Mi padre me decía que ese tren era un gran imán para las familias con pequeños, en particular los fines de semana.   Es parte de la atracción llamada “Griffith Park Southern Railroad”.

“Aquí vienen muchas parejas jovenes con niños pequeños a pasearse, a hacer pic-nics y a montar en los ponis. A veces parece que estuvieramos en un jardin de kinder”, atestaba mi padre allá por el año 1995.

Mi padre trabajó en las propiedades que componen el Parque Griffith por unos 13 años, desde mediados de 1988 hasta el 2001.

Casi 20 años han pasado, y los ponis siguen ahí. No se si sean los mismos caballitos de antes por la edad, pero el concepto de montar a los niños en ellos, mientras padres y madres toman fotos y los captan en videos perdura en las nuevas generaciones de padres angelinos, decenas de ellos apostados en las varandas aledañas al potrero con caminos circulares. 

Eran las 11 a.m., y seguía mi vía cuesta arriba rumbo al zoológico, pero un simulador espacial me hizo parar en seco.

Se trata de un vagón parecido al de un tren normal, pero de unos tres y medio metros de largo por uno y medio de ancho, con cabida para unas 12 personas. El subirse cuesta $3.

Por cinco minutos en un viaje estático, este artefacto comienza a agitarse y moverse como si un temblor lo estuviera azotando de izquierda a derecha, y de arriba hacia abajo. De repente líneas hidráulicas conectadas a amortiguadores impulsaban al simulador a inclinarse en casi 180 grados, para luego vertir el movimiento a su lado opuesto.

“Se siente como si estuvieran en un caminito en tu casa lleno de colchones y barricadas para los peques”, dijo Rocky, un padre de familia mexicoamericano de complexión delgada con tatuajes en los brazos.  “No es tan brusco o violento como parece”.

Según dice el Departamento de Parques y Recreaciones de Los Angeles en su página en la internet, el Parque Griffith es el parque urbano más grande en los Estados Unidos, el que sirve como casa a variados animales salvajes  y brinda a los angelinos la posibilidad de una serie de actividades que van desde jugar  golf, organizar picnics y festejos al aire libre. Ellos incluyen cumpleaños, bodas y hasta bautizos. 

Lea Griffith Park, Página 2 

Griffith Park: aprendiendo de mi padre en L.A.(2)


Simulador espacial en el Parque Griffth, cuyo abordaje cuesta $3. 
Griffith Park, Página 2 

También tiene canchas de tenis, caminos para andar a caballo y hasta un campo alambrado de béisbol con bancas para los aficionados.

Retomé mi paso, y ya con dos millas de recorrido, alcencé un altiplano dónde un grupo de unos 10 migrantes latinos comenzaban un juego de fútbol en el pasto , cercano a un área de recreo para familias,  mientras que un equipo de paramédicos atendía a una mujer de pelo rubio varada en un sendero para corredores de tierra y arena que lleva a la parte superior del parque.

Un paramédico murmuró algo, y en unisono sus compañeros fijaron sus miradas en mi, forzandome a  frenar un poco para evitar un choque. Me propuse llegar a la entrada del zoológico sin parar, la que estaba a milla y media de distancia.

Después de unos 45 minutos y tres millas y media de recorrido, arribé a mi destino, y me encontré con Sam, un ex-socio de mi padre. Sam, un inmigrante libanés, lleva trabajando por lo menos 25 años en el ramo en el mismo lugar. Hoy es dueño de su negocio, un carrito atiborrado de mercancía para turistas y visitantes, consecionado por el Departamento de Parques y Recreaciones de Los Angeles.

Sonrió al reconocerme, pero dijo no haber tenido noticia del fallecimiento de mi padre hasta que le informé.  Charlamos un poco de los viejos tiempos, de las asoleadas que se llevaban en los veranos al trabajar jornadas de 10 o 12 horas, de mis incursiones muy intermitentes como asistente de mi padre,  y de sus ex-jefe, un judio-americano llamado Bernard “Bernie” Kessler, quién ahora vive en Glendale, AZ.

“Tu papá fue un buen hombre. Hablabamos bien y nos llevabamos bien. Recuerdo que muchas veces trajo a tu mamá y a otros de la familia para ayudarle en el trabajo. Le ayudaban mucho en las ventas, y les pagaba su buen salario”, mencionó Sam.

Cuando le pregunté por Kessler, Sam cambió su tono de voz casi hasta enfurecerse, y remató con firmeza: “Ese pedidor bastardo haciendo de las suyas. Tiene un empleado en [Los Angeles], más no se que ha sido de él. Hace unos tres años que no platico con él”.

Al insistir si Kessler continúa en el rubro, Sam respondió que sí, que aún es dueño de un organismo sin fines de lucro para defender a las mascotas de la eutanasia llamado HELP,  y que representa una competencia.

Decidí marcharme, ya que turistas comenzaban a cargarlo de trabajo, y de plano me ignoró un par de últimas  preguntas sobre el parque.

Regresé por la misma ruta, tomé un descanso al llegar a la sección de montaje de ponis, y me propuse lograr otra expedición al Parque Griffith, para retomar una rutina de ejercicios que siento me caen muy bien, y para darle un seguimiento intimo a algunos confines dónde mi padre pudo fincar algunos de sus sueños.